miércoles, 13 de junio de 2007

En defensa de Israel

Voy a reproducir íntegramente un artículo que fue publicado el pasado 4 de Junio en el diario argentino "El Litoral de Santa Fe". Su autor es Rogerio Alaniz y nos habla de la amenaza que significa el presidente Mahmoud Ahmadineyad y de que no hay que tomarse a broma sus amenazas contra Israel.



En Defensa de Israel

Autor: Rogerio Alaniz.

Del presidente iraní, Mahumoud Ahmadineyad, pueden decirse muchas cosas menos que no sea claro, frontal y hasta sincero. Así lo fue cuando organizó un congreso internacional para negar el Holocausto, así lo fue cuando aseguró que el objetivo prioritario de Irán era el de equiparse con armamento nuclear, y así lo es en estos días cuando pronostica que la destrucción del Estado judío de Israel está cerca.

Con él se podrá disentir o estar de acuerdo, lo que nadie puede alegar es no saber con quién se está hablando. A diferencia de otros estadistas, el jefe iraní expresa con absoluta franqueza sus objetivos.

Ahmanideyad podría decir lo mismo que en algún momento dijera Metternich, el lúcido y resbaladizo diplomático austriaco: "yo a mis colegas los engaño diciendo la verdad". En ese universo de intrigas, sinuosidades y mentiras, decir la verdad se transformaba en el mejor argumento para incitar al error a diplomáticos avezados en la mentira y los dobles discursos.

El jefe iraní no miente ni disimula sus objetivos. A su manera es transparente, lineal y, si se permitiera la palabra, honrado. Dice lo que piensa y se propone hacer lo que piensa; si no hace más no es porque no quiera sino porque no puede, pero convengamos que todas sus energías están orientadas a cumplir con su palabra y nadie lo puede acusar de mentiroso, de prometer y no cumplir, o de decir una cosa y después hacer otra. Dicho con todo respeto, Hitler estaba curtido en la misma madera. El Führer siempre dijo lo que pensaba y además lo escribió, con estilo prosaico, plagado de lugares comunes, pero claro, frontal casi hasta la brutalidad y la grosería. Hitler siempre dijo que Alemania debía conquistar el espacio vital, que el Tercer Reich debía durar un milenio y que en el plazo más breve posible había que exterminar a los judíos y a todos aquellos pueblos de raza inferior o de pensamientos inferiores. Hitler nunca engañó a nadie. Jamás dijo una cosa por otra. Incluso cuando firmó con Stalin un acuerdo de paz, los dos sabían que era provisorio y que en cualquier momento podía romperse y nadie estaba obligado a avisar sobre esa ruptura. Sin embargo, a pesar de esa sinceridad, de esa exposición descarnada de los objetivos, los avezados diplomáticos de Francia e Inglaterra, Chamberlain y Daladier creían que no era para tanto. Cuando quisieron reaccionar, las bombas estaban cayendo sobre París y Londres. El único político en Europa que se convenció rápidamente de que con Hitler no había ninguna posibilidad de negociación y que la única alternativa era la guerra, hasta el exterminio, fue Winston Churchill a quien -por supuesto- sus colegas laboristas, liberales y conservadores lo trataron de loco, senil y violento hasta que, convencidos de que las bombas que caían del cielo no las enviaba Dios ni eran de juguetes, decidieron convocarlo para que salve a Inglaterra.

Entre Hitler y Ahmanideyad hay diferencias, diferencias importantes, pero también hay coincidencias. Así como sería un error conceptual equiparar a uno y a otro sin advertir lo que los distingue, también sería un error político muy serio y de imprevisibles consecuencias no captar lo que haya de común entre los nazis que hablaban de la raza superior y los integristas musulmanes que ponderan las virtudes de la religión superior.

Otra de las constantes es el sentimiento de muerte: mientras los nazis soñaban con el universo bucólico de las walkirias, hoy los integristas se consuelan pensando que en las coloridas estepas de Alá los esperan decenas de vírgenes para hacerlos felices hasta la eternidad. Morir por el Reich o morir por Alá históricamente no es la misma cosa, pero la pulsión de muerte es similar.

El antisemitismo, como racismo y odio a la modernidad, es otra de las coincidencias de los nazis con el integrismo musulmán. La diferencia de los integristas con los judíos puede expresarse como diferencia religiosa, territorial o política, pero en todos los casos ése es apenas un pretexto subordinado a un sentimiento de odio que sólo puede ser saciado con el exterminio del pueblo judío. Los integristas no odian a los judíos por los errores que cometen y de los cuales ningún pueblo está exento, sino por los aciertos que construyen. Odian su inteligencia, su creatividad, sus tradiciones humanistas. No les molestan sus excesos militares, les molesta que luego sancionen a los militares que se excedieron; no les fastidia la corrupción, les fastidia que los corruptos vayan a la cárcel condenados por jueces y no linchados o apedreados en la vía pública; no les molesta la discriminación que a veces un judío puede hacer contra un palestino, les molesta que en Israel los palestinos disfruten de derechos que no disfrutan en Jordania, Siria o en la propia Palestina.

Israel ocupa el 0,002 por ciento de todo el territorio árabe. En esa pequeña lonja de tierra, no hay petróleo ni riquezas naturales importantes. Su población es el 0,01 por ciento de la población musulmana, pero en ese territorio ínfimo funciona uno de los sistemas sociales más avanzados del mundo, sus universidades capacitan profesionales que luego obtienen distinciones académicas mundiales. Asediados por el terrorismo y la amenaza de exterminio como Estado, en Israel funciona una central de trabajadores considerada como una de las más democráticas de Occidente, y en el plano político están reconocidos los derechos civiles y políticos de sus ciudadanos. Ese mal ejemplo en las barbas de los ayatolaes no puede tolerarse. Esa vocación humanista en las fronteras de déspotas y sátrapas no debe consentirse. Para los ayatolaes y sus ocasionales rivales, los jeques ensabanados enriquecidos con la renta petrolera, siempre es mejor un pueblo sometido, de rodillas a La Meca, mientras su vida terrenal es un infierno. En definitiva, siempre es mejor echarle la culpa de las desgracias a algún enemigo exterior que asumir las propias responsabilidades por el hambre y la miseria de sus pueblos. Y, ya se sabe, a la hora de buscar un chivo expiatorio, nada mejor que un judío.

¿Dónde están, pregunto, los científicos, los humanistas musulmanes, que en otros siglos iluminaron al mundo con su sabiduría? ¿Adónde van los miles de millones de dólares obtenidos de la renta petrolera?¿También los judíos son culpables de la miseria, el analfabetismo, la discriminación social y sometimiento vil a las mujeres?Como decía un reconocido historiador europeo: Israel se propuso ser Atenas y lo obligaron a ser Esparta.Basta mirar el mapa de Medio Oriente para darse cuenta de que sólo la perversidad religiosa y la ceguera política pueden aceptar el principio de que Israel es el Estado agresor. El antisemitismo larvado es tan poderoso que a Israel ni siquiera le admiten el derecho a la defensa. Para las satrapías musulmanas, los judíos deberían tener el mismo comportamiento que tuvieron con los nazis: dejarse matar, aceptar marchar como manso rebaño al degolladero.Ahmanideyad es tan sincero como Hitler. Cree en lo que dice y lo que dice está dispuesto a cumplirlo. Los Daladier y los Chamberlain de turno suponen que no hay que tomarlo en serio, que siempre se lo podrá controlar y que, en todo caso, hay que hacerle algunas concesiones para contenerlo un poco. El error de perspectiva en 1938 costó cincuenta millones de muertos. Nadie está obligado a creer que sesenta años después ocurra algo semejante, pero no está de más recordar que el hombre es el único animal de la Tierra que tropieza dos veces con la misma piedra.


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